domingo, 3 de abril de 2016

Arturo Pérez-Reverte y el arte de la novela "por intrigas".

Hace años que leo a Arturo Pérez-Reverte con la  misma fruición que leía en mi niñez a Julio Verne, Paul  Feval, Alexandre Dumas o Robert Louis Stevenson. No pocas peripecias presupone esta lectura porque sus libros son casi imposibles de conseguir en Cuba. Pero en las generosas maletas de mis amigos se han ido deslizando en estos años, uno tras otro, los codiciados volúmenes de El húsar, El maestro de esgrima, La tabla de Flandes, Territorio comanche, La piel del tambor, La carta esférica o la saga del Capitán Alatriste. Lecturas casi furtivas, caóticas, ocasionales, azarosas, que ahora voy completando gracias, esta vez, a las bibliotecas con puertas abiertas de mis amigos en España. 

Sin abandonar el estilo galopante de sus narraciones originales y, acrecentando el interés por la investigación histórica que siempre lo conduce a una buena intriga, Pérez-Reverte se sumerge cada vez más en el dominio del difícil oficio de narrar, para regalarnos hermosas y aleccionadoras reflexiones metaliterarias, como esta que me ha hecho saltar en la lectura de su más reciente novela: Hombres buenos. La narración -ambientada a finales del siglo XVIII, basada en hechos y personajes reales- de las peripecias por parte de dos miembros de la Real Academia Española en la adquisición de una colección completa de la primera edición de la Encyclopédie de Diderot y DÁlambert.






"Detuve el coche en una venta, para tomar café mientras escampaba un poco, y permanecí sentado bajo el porche, consultando el mapa y las notas de mi cuaderno mientras consideraba que hay un ejercicio fascinante, a medio camino entre la literatura y la vida: visitar lugares leídos en libros y proyectar en ellos, enriqueciéndolos con esa memoria lectora, las historias reales o imaginadas, los personajes auténticos o de ficición que en otro tiempo lo poblaron. Ciudades, hoteles, paisajes, adquieren un carácter singular cuando alguien se acerca a ellos con las lecturas previas en la cabeza. Cambia mucho las cosas, en tal sentido, recorrer la Mancha con el Quijote en las manos, visitar palermo habiendo leído El Gatopardo, pasear por Buenos Aires con Borges o Bioy Casares en el recuerdo, o caminar por Hisarlik sabiendo que allí hubo una ciudad llamada Troya, y que los zapatos del viajero llevan el mismo polvo por el que Aquiles arrastró el cadáver de Héctor atado a su carro.

Pero eso no ocurre sólo con los libros ya escritos, sino también con libros por escribir, cuando es el propio viajero quien puebla los lugares con su imaginación. Eso me ocurre con frecuencia, pues pertenezco a la clase de escritor que suele situar las escenas de sus novelas en sitios reales. Pocas sensaciones conozco tan agradables como caminar por ellos con maneras de cazador y el zurrón abierto mientras una historia fragua en tu cabeza; entrar en un edificio, caminar por una calle y decidir: este sitio me conviene, lo meto en mi historia. Imaginar a los personajes moviéndose por el mismo lugar donde, sentados donde estás, mirando lo que miras. Comparada con el acto de escribir, esa fase previa es aún más excitante y fértil, hasta el extremo de que ciertos momentos de la escritura, su materialización en tinta, papel o pantalla de ordenador, pueden presentarse luego como acto burocrático y hasta ingrato. Nada es parecido al impulso de inocencia original, el principio, la génesis primera de una novela cuando el escritor se acerca a la historia por contar como a alguien de quien acabara de enamorarse".



Arturo Pérez-Reverte,
Hombres Buenos, Alfaguara, Barcelona, 2015. (p.p. 150-151)

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